“Flavia Correa pidió que trasladaran a Enei a una de las colchonetas y luego exigió que todos desalojáramos la enfermería. Era flaco, de huesos largos y de las mangas arremangadas del polerón sobresalían unos brazos finos y fibrosos. De nuevo me llamó la atención su piel blanca, casi transparente. Y su pelo oscuro, negro petróleo, brillante. Y unas manos toscas, de uñas cuadradas, que no parecían pertenecer a esos brazos de alambre.
Se trataba de un alumno del admirado Liceo de Aplicación; había sido perseguido por los malos de la película, golpeado y vejado por los tiras, obligado a alejarse de su propia toma y a refugiarse en nuestro colegio. ¿Cómo había llegado hasta aquí? ¿Por qué había tocado nuestra puerta y no otra cualquiera? ¿Qué sabía de nosotros? ¿Habría oído hablar acaso de nuestra modesta y solidaria toma?
Encima, Enei sufría de esa extraña enfermedad, un mal que me sonaba casi cinematográfico”.